Como ya todo mundo sabe Bob Dylan ganó el premio Nobel de Literatura y ha existido una gran polémica, por mi parte yo no considero que se lo merezca, ni que se le daba a dar este premio por letras de canciones.
Creo que se la ha hecho un enorme daño al premio mismo, y es que imaginase lo que sera el año que entra, entre los candidatos ahora se incluirán un sin numero de otros cantautores, si ya de por si es difícil elegir al mejor escritor ahora súmenle gente diciendo que se lo merece Leonard Cohen, o que se lo merece Roger Waters, por mencionar solo dos.
Pero hay alguien que lo explica mejor, el escritor Jordi Soler que antes era un conocido locutor de radio, tanto de Rock 101 como de Radioactivo 98.5 y que lo dejo para dedicarse a las letras, asi que les dejo a continuación su columna para el diario Milenio donde dice que este premio le sobra a Dylan, yo agregaría que el premio le sobra a la academia sueca.
Amo a Dylan pero ese premio le sobra
La opinión multitudinaria que ha desatado el premio que acaban de darle a Bob Dylan es ya, para empezar, el primer síntoma del fenómeno: los escritores, por célebres que sean, nunca merecen tal cantidad de opiniones: ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Gabriel García Márquez serán nunca tan famosos como Bob Dylan.
Bob Dylan tiene mucho más público que cualquier escritor, pero hay muchos escritores que tienen más lectores que él, a menos que consideremos que el acto de leer, con todo el esfuerzo, la disciplina y las incomodidades que implica, puede equipararse al de escuchar un disco, una actividad que puede hacerse poniendo mucha atención, pero también mientras se cocina un platillo, o a bordo del coche o, incluso, mientras se escribe un artículo como este.
Parece que la discusión sobre el Premio Nobel de Bob Dylan se ha reconcentrado en dos grandes frentes, el de los que están radicalmente de acuerdo porque consideran que la academia, y los intelectuales en general, han de ensanchar sus horizontes, y los que están radicalmente en desacuerdo porque premiar un cantante, o un cantautor, o un escritor que pone música a sus letras, es premiar a alguien que tiene serias ventajas sobre un escritor que no tiene más medios que el papel. Siempre será más fácil de consumir un álbum de Bob Dylan, por complejas que sean sus letras, que una novela de Philip Roth, o de Cormac McCarthy, o de Don de Lilo, por citar a tres candidatos, paisanos suyos, que se han quedado, seguramente, con un palmo de narices.
En esta gran discusión los modernos, los progresistas, son los que apoyan que se haya premiado al gran Bob Dylan, y los que se manifiestan en contra han sido castigados en el rincón de los conservadores, de los intolerantes, de los reaccionarios.
Yo me he situado, desde que me enteré de la noticia (cuando una estación de radio me despertó el jueves para pedirme mi opinión) en la zona intermedia, he sido siempre un admirador de la obra de Bob Dylan, le he dedicado artículos, programas de radio, lo he visto, quizá, media docena de veces en conciertos y compro religiosamente, el día que sale, cada disco nuevo con el que este señor enriquece nuestras colecciones. También me he leído Tarántula, Chronicles; Writings and Drawings y, sobre todo, y aquí reconozco mi deformación profesional, me he metido a fondo a destripar sus canciones, a descubrir sus mecanismos, los engranajes, las correas y los resortes que articulan esas piezas asombrosas y tengo que decir, una vez expuesto mi pedigreedylaniano, que esas canciones asombrosas, prodigiosas, enormes, a la hora de leerlas sin el complemento musical con el que fueron concebidas, no son poemas ni asombrosos, ni prodigiosos, ni enormes; son poemas, y aquí recurro al término que usó el poeta inglés Philip Larkin para hablar sobre esa obra tan sólida que es la canción Desolation Row: “half-baked”, poemas a los que les falta tiempo de cocina, un hervor, quizá tres. Decir que las canciones de Dylan son poemas a medio cocinar es una obviedad: un poema perfectamente cocinado no necesita música, no le hace falta e, incluso, no la resiste. Hagan ustedes el experimento, lean una canción incuestionable de Dylan, Like a rolling Stone por ejemplo, y compárenla con cualquier poema de otro premio Nobel en inglés, digamos, Seamus Heaney: verán que a un poema le hace falta música y que el otro no la necesita.
Que Bob Dylan sea premio Nobel nos da un gusto enorme, incluso a mí que me encuentro en la zona intermedia, pero este gusto no debería hacernos pasar por alto que se trata de una decisión controvertida y, sobre todo, muy influenciada por la política, ¿no parece un poco sospechoso que en el momento más bajo de estima internacional, cuando Estados Unidos se debate entre un rico misógino y patibulario y una señora antipática que se ríe cada vez que le dan un palo, aparezca Bob Dylan para hacernos ver que aquel país es mucho más que sus dos lamentables candidatos?
Los jueces del premio ya lo han conseguido, pasarán a la historia por esta elección de vanguardia radical, y la institución del Nobel se ha modernizado de golpe, el premio se ha actualizado, se ha vuelto hip.
A mí me queda la impresión de que el premio a Bob Dylan le sirve más a la academia sueca, y a la imagen internacional de Estados Unidos, que al mismo Dylan. ¿De qué le sirve al cantautor más famoso de todos los tiempos el premio Nobel?, ¿va aumentar su número de lectores?, difícilmente. Y aquí tenemos otra de las paradojas: la del escritor al que el premio Nobel de literatura le produce una venta mayor de discos, que de libros.
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