Ha muerto el caricaturista Quino

Joaquín Salvador Lavado, Quino, murió hoy a los 88 años, por una descompensación, producto de una serie de problemas preexistentes que lo fueron deteriorando. No hay en este momento generación en una treintena de países que no llore la pérdida de uno de los autores argentinos más traducido a otros idiomas junto con Borges, Sabato y Cortázar. Que Mafalda se quedó desconsoladamente huérfana es hoy el lugar común más triste del mundo.

Iba al cine solo desde los ocho años y tomaba vino con soda desde los seis. Pero no tenía televisor, ni le gustaba jugar al fútbol, mucho menos escalar sus montañas mendocinas o salir con chicas. Reservado y solitario desde los días en que se acostaba de panza sobre la mesa de la cocina para llenarla de dibujos a condición de borrar luego todo con lavandina, nunca dejó que los estímulos del mundo real le quitaran demasiado tiempo a su mundo de puntos y rayas sobre papel en el que era tan feliz. En su casa de Guaymallén se hablaba únicamente el andaluz de origen de la familia. La casa era alquilada porque el sueldo de su padre, como jefe de la sección de bazar y menaje de una tienda, no alcanzaba para autos, electrodomésticos ni cualquier otro lujo semejante. Pero nunca faltaron la Billiken ni las carnosas, imposibles “chicas Divito” disparando fantasías desde la tapa de la Rico Tipo.

Era en ese contexto en el que Quino se negaba a crecer. “Cada vez que me ponía los zapatos y notaba que me quedaban chicos me agarraba una desesperación enorme. Yo no quería ser grande. Me daba cuenta de que era una porquería eso. Cuando sos chico son los otros los que piensan en uno, te cuidan”. Sospechaba ya su inminente tragedia personal: en poco tiempo murieron su abuelo, su madre -de un cáncer que la había postrado por dos años- y su padre. Vistió luto entre los 10 y los 18, y no pudo terminar el secundario. Pero la primaria en la escuela Guillermo Cano fue su propia universidad: “Tenía que dibujarme todos los mapas, los accidentes geográficos, los ríos y hasta los huesos del cuerpo humano”, recordaba. La rigurosidad conseguida viró hacia una obsesión por el rigor y los detalles que lo acompañaría durante toda su carrera, se volvería filigrana de su oficio y llegaría a ponerlo a la par de todos aquellos monstruos del humor y la caricatura a quienes siempre había admirado: Sempé, Jean-Maurice Bosc, Harvec, Faizant, Claude Serre o Chaval. “Si uno quiere ser dibujante tiene que aprender a dibujar como lo hacía Leonardo Da Vinci”, decía.

A las puertas de sus dibujos Quino les hacía manijas, bisagras y hasta tornillos, y era capaz de irse hasta un almacén a estudiar el mecanismo de una máquina de cortar fiambre antes de sentarse a trazarla sobre un papel. “Es de una exigencia casi maniática -contó alguna vez su exeditor Daniel Divinsky -. En medio de la noche se le ocurre algo y lo apunta con una lapicera de luz. Por sus problemas de presión ocular empezó a dibujar con menos minuciosidad, pero cuando puede le gusta hacer esos fondos maravillosos, esos diplomas de odontólogos que hay que mirar con lupa porque de pronto ahí se lee el nombre de su dentista particular, que además es su amiga”.

Una de sus mayores fuentes de recursos fue el nazismo. Le ensombreció la infancia en ese hogar de padres republicanos y abuelos comunistas en el que había nacido, y lo atormentó cuando se vio obligado a hacer, precisamente vistiendo uniforme nazi, el servicio militar. “Pasaba el tiempo dibujando al equipo de polo de los oficiales, llamado Los Guanacos. El resto del día lo sufría tratando de entender por qué me hacían regar un campo entero con una latita de tomates”. La Biblia fue su otro, recurrente, semillero de inspiración. Criado con protocolo anticlerical y dudando hasta entrados sus ochenta años sobre si era agnóstico o directamente ateo, tenía su propia colección de ejemplares santos: protestantes, judías, en miniatura y hasta un par “tomadas prestadas” de alguna mesa de luz de hotel. “Si vas a un museo y no leíste una Biblia no sabés lo que estás mirando. El 80% de los cuadros son de temas bíblicos”. Opinaba del Antiguo Testamento: “Es un libro lleno de dramas y exageraciones que tiene episodios muy divertidos, como el de Sodoma y Gomorra. Dios manda a dos ángeles a ver qué pasa con toda esa obsesión sexual tan desarrollada que tienen los hombres y se encuentra con que los hombres quieren tener sexo con los ángeles. Ahí les manda el fuego y el azufre para destruirlos. Todas las actitudes humanas están allí”.

Cuando a los 22 años dejó Mendoza para venirse a vivir a una pensión de Buenos Aires apenas sí soñaba con convertirse en ayudante de sus ídolos locales Divito y Lino Palacio. El creador de Bómbolo y Pochita Morfoni tardó en recibirlo personalmente, pero accedía a corregir los dibujos que un joven Quino le acercaba a su asistente. Los primeros los publicó la revista Esto Es en el año ’54. Luego comenzó a alternar sus viñetas con las de Carlos Garaycochea en Qué. Siguieron Vea y Lea, Damas y Damitas, TV Guía, Panorama, Adán, Rico Tipo, Dr. Merengue y Tía Vicenta. En Siete Días, un 25 de junio de 1973, se publicó Mafalda por última vez.

La niña terrible y universal -a la que al principio tenía que calcar sobre una ventana porque nunca le salía igual- había nacido de casualidad en 1964 para publicitar un electrodoméstico. Aunque alcanzó el mérito de ser una de las dos argentinas más reconocidas a nivel internacional junto con Eva Perón, Quino mantenía con ella una declarada relación de amor-odio. Cuando dejó de hacerla respiró aliviado y recuperó el oficio perdido porque, decía, la pequeña de cabello voluminoso lo había echado a perder como dibujante. “Mafalda es el personaje que me hizo famoso. A veces le tengo cariño, otras veces le tengo rabia (.) Los días más felices los pasé cuando no tuve que dibujarla”.

Tímido, chinchudo con quienes lo abordaban cuando no estaba trabajando de la figura que llegó a ser y bastante arisco para entrevistas y honores, el globo de diálogo de una Mafaldita que tenía colgada en su casa terminaba de definirlo: “Lo malo de los reportajes es que uno tiene que contestarle en el momento a un periodista lo que uno no supo contestarse a sí mismo en toda su vida”.

Un severo glaucoma que lo había alejado del dibujo, problemas de ciática, dolores en las rodillas, una serie de infecciones bronquiales y otros achaques de la edad lo tenían muy cansado desde hacía unos años. “Uno va sintiendo el peso y las limitaciones físicas. No pasan los años, se te quedan en el cuerpo”, dijo con enojo resignado cuando cumplió los 80. Por entonces había empezado a hacer las paces con Mafalda y a ironizar con su propio epitafio: “Que no supo vivir”. Fue así, aclaraba, porque siempre se había tomado su trabajo como un ortodoxo se toma a una religión. Antes de la muerte de su mujer y compañera de toda la vida, Alicia Colombo, a quien llamaba “Monito”, pasaban el año entre sus casas de Buenos Aires y Madrid. Entonces, ya muy mayor, paseaba mucho por el Parque de El Retiro, pero su favorita era la Plaza de la Paja del barrio de los Austrias: “En las tardes de invierno en que hace mucho frío tiene un sol buenísimo que te entibia todo el cuerpo y el cielo está con un color limpísimo. Me gustan también los anocheceres de Madrid con su tragedia espantosa”.

En octubre del 2014, pero en Oviedo, recibió de manos del Rey Felipe VI el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Quino iba en silla de ruedas y no pronunció discurso. Felipe de Borbón habló por él: “Es la primera vez que nuestros galardones reconocen a un dibujante y lo hacen premiando la obra de un hombre que trabaja, según él afirma, para que el mundo vaya del lado de los buenos”. Pocos meses antes había dejado inaugurada con su presencia la 40º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En una sala Jorge Luis Borges atestada de público que lo ovacionó de pie, cansado pero dispuesto, dijo: “A partir de hoy me voy a tener un respeto increíble”.

En los últimos años había accedido a asistir sólo a un par de eventos importantes: en Santiago de Chile recibió de manos de Michelle Bachelet la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda. Fue su sobrino Guillermo Lavado, músico residente en la capital chilena, quien lo trasladó en su silla de ruedas y lo acompañó durante una ceremonia que se le hizo larga y cuesta arriba más allá de aplausos y condecoraciones. Pero no dudó en moverse hasta el Museo del Humor de Costanera Sur para participar junto a Carlos Garaycochea, Hermenegildo Sábat y Sendra de una manifestación y posterior conferencia de prensa en repudio al atentado a la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo que le costó la vida a varios de sus admirados colegas. Dos de ellos, Georges Wolinski y Jean Cabut, habían tenido la deferencia de parodiar a Mafalda cuando la niña cumplió 40 años.

Llevaba mucho tiempo viviendo en Mendoza, casa por medio de la de uno de sus sobrinos. Ahí lo cuidaban. Solamente accedió a salir para un último homenaje, en noviembre del año pasado, cuando le Universidad de Cuyo le dio el título Doctor Honoris Causa. Lo acompañó su editora Kuki Miller, que tres veces por año viajaba desde Buenos Aires para visitar a su más grande amigo y confidente. La gran paradoja del gran maestro de dibujantes, hombre tranquilo y ensimismado que fue forzado a la fama por su propio genio y por la evolución que sufrieron sus entrañables personajes, se refleja en una anécdota sencilla y espontánea que alguna vez contó: “Estaba en un cine de Madrid haciendo la cola para ver una película y unas chicas españolitas decían: “Mira, que van a dar la Mafalda, qué bueno”. Yo les dije que no vayan a verla porque era un plomo. “¿Y tú qué sabes?”, me contestaron”.

Via: La Nacion.ar